“El amor (romántico) ha sido el opio de las mujeres, como la religión el de las masas”. (Kate Miller)
He conocido muchas mujeres atrapadas en relaciones que las hacen infelices a causa del amor romántico y sus mandatos.
Ana, víctima de una educación tan tradicionalista y conservadora, no podía imaginarse otra manera de ser aceptada y querida que cumpliendo a rajatabla los condicionamientos sociales que le imponía el matrimonio.
Elena había confundió su despertar sexual y del deseo con el mítico “amor verdadero”, quedando demasiado pronto enjaulada en una relación para siempre que, por empeñarse en ser ella una “buena mujer”, no rompería y se obligaría siempre a soportarla.
Laura idealizó tanto al príncipe del cuento de hadas que todos los hombres reales que aparecieron en su vida le parecieron poco y se quedó sola; al final se conformó con una relación en la que ni estaba enamorada ni se sentía querida.
Y también hubo otras que se animaron a probar, a buscar, a descubrir, hasta incluso a cuestionar los cánones sociales; a esas las tacharon de inadecuadas, ineptas para formar una familia, ovejas negras y hasta malos ejemplos.
¿Qué historias nos cuenta el amor romántico?
Las de los cuentos de hadas son bellas princesas -casi siempre caídas en desgracia – que esperan pacientemente la venida de un príncipe o caballero que las salve porque a ellas nos les da defenderse, pelear o independizarse. Las “buenas mujeres” conservan su lugar, saben esperar y se dejan rescatar. Solo así puede una convertirse en princesa.
Los boleros nos cuentan historias de amores tan apasionados como inverosímiles, en las que las mujeres tienen “dueño” y son pasivas y complacientes; los hombres hacen y deshacen. Pero cuando una mujer se niega a la voluntad masculina o difiere del ideal, es la “sin corazón” que será aborrecida porque no ha aceptado su papel de objeto idealizado de contemplación y posesión, de trofeo para ser exhibido y olvidado en un anaquel. La mujer real con ideas y deseos propios no tiene cabida en estas historias.
Las novelas rosas o las telenovelas narran amores tormentosos que atraviesan toda clase de obstáculos para concretar una relación basada en el disparo irresponsable y aleatorio de un querubín con los ojos vendados, y en toda una suerte de idealización y proyección de expectativas ilusorias que no resisten la menor confrontación con la realidad. Enseñan a las mujeres que basta con ser buenas y virtuosas para lograr la dudosa felicidad de ser elegidas por el muchachito, en un mundo donde los buenos y los malos se reconocen fácilmente, y las contrincantes son fáciles de vencer porque carecen de las bondades de la protagonista.
Se habla del “amor a primera vista” como de una religión en la que hay que creer para que suceda el milagro. Al respecto ha dicho sensatamente Erich Fromm que: los amantes al “considerar la intensidad del apasionamiento, ese estar ‘locos’ el uno por el otro, como prueba de la intensidad de su amor, (es equívoco, ya que) solo muestra el grado de su soledad anterior”. El “vacío existencial”, la nostalgia por el “paraíso perdido” se tiñen de deseo y se les llama amor. De allí se puede comprender lo que sucede cuando hay una patología de por medio y se generan relaciones tóxicas; lo que refleja el apasionamiento es la patología. El narcisista perverso, por ejemplo, bautiza a su obsesión de “amor verdadero”.
Y si algo le faltaba a la idea del amor romántico se lo agrega, por un lado, la concepción del amor cristiano, ya que predica una paciencia infinita, una templanza a prueba de todo y una dedicación absoluta — como si conservar la relación fuese el fin último de la vida de la mujer —, ya que se ha casado para toda la vida.
Por otro lado, el mandato moderno de mujer ideal, lejos de quitar peso de los hombros a las mujeres, les agrega el deber de ser exitosas, instruidas, trabajadoras, limpias, ordenadas, siempre activas, con todas las soluciones posibles, capaces de equilibrar la vida laboral con la familiar y hasta organizarse para mantener una vida social satisfactoria, y claro, siempre sexy, impecables y dispuestas… ¡uf, mujeres maravilla! Con estándares tan altos que resultan inalcanzables y solo generan y reproducen la insatisfacción.
Pero lo que no nos ha enseñado el amor romántico es cómo se perpetúa el idilio, cómo se mantiene viva la llama, o el interés con el paso de los años, con el advenimiento de los hijos o al atravesar situaciones críticas. Ni la literatura, el cine o la música romántica han compartido nunca la receta del happy-ever-after. Nos han dejado en medio del mar y sin brújula, y nos han hecho creer que el fracaso era nuestro, que algo habremos hecho mal, o por alguna razón no éramos merecedoras del amor eterno. Y entonces, o nos sentimos “nunca suficientemente buenas” o estafadas por la vida; alguien se ha quedado con la felicidad que nos correspondía, aunque hemos seguido todas las reglas.
¿Qué pudo haber fallado?
Tal vez…
Aprendimos a creer más en el antojo emocional que en el conocimiento de nosotras mismas y en nuestra capacidad de descubrir y reconocer al otro. Nos convencimos de que valíamos más si alguien nos elegía, y entonces había que hacer —también comprar y consumir— todo lo necesario para que eso sucediera y se mantuviera en el tiempo. Apostamos por el rol de princesas en espera de ser salvadas, en vez de tomar las riendas de nuestra vida y hacer que suceda aquello que deseábamos. Nos quedamos calladas cuando debíamos reaccionar —tal vez incluso, gritar— para que no nos tacharan de locas, de emocionales, de desequilibradas (como cuando encerraban en manicomios a las mujeres con voluntad propia, o las quemaban en la hoguera porque les tenían miedo). Nos humillaron y lo ignoramos en pos de la paz del hogar. Nos discriminaron y lo aceptamos por ser el “sexo débil”. Nos cargaron todas las tareas del hogar y la crianza de los hijos y ni siquiera nos dimos cuenta porque era parte de la “naturaleza femenina”. Nos convencieron de que la relación debería funcionar sin el cariño, el respeto, la dedicación de nuestra pareja, así, mágicamente, sin el esfuerzo del otro por satisfacer nuestras necesidades tanto como las propias, porque se trataba de “amor verdadero”.
Pero, el único amor genuino debería ser el propio, los demás se construyen, se cultivan como cualquier arte, dice Fromm; con la práctica de la disciplina, la concentración, la paciencia y la preocupación suprema por aprender y desarrollar ese arte. Las relaciones se construyen, sobre todo, desde una visión clara y realista de una misma y del otro, de los límites de ambos y de las posibilidades reales de desarrollo de esta —“pedirle peras al olmo” no es solo inútil, es frustrante—. Nada sucede mágicamente, excepto en las distopías. Nuestra relación será el resultado del esfuerzo, empeño y cariño que invirtamos en ella. Y eso sí está en nuestras manos.