Catar 2022
“Para disfrutar el fenómeno artístico (cuando uno va al cine o lee poesía) hay que tener fe poética y suspender la incredulidad, dijo Coleridge’. Yo agrego, y cuando uno va a ver un partido de fútbol. Suspender la incredulidad y entregarse a la fe poética, consiste en creer que un gol de Messi, nos va a mejorar la vida, y en la medida que lo creamos, un poco la va a mejorar” (Alejandro Dolina)
Es cuestión de darle una chance a la ilusión…
Ganar un mundial de fútbol es mucho más que tener un éxito deportivo. Es tocar por un brevísimo momento el cielo con las manos. Es ponerse un traje de gloria; efímera, prestada, pero gloria al fin. Es que un grupo de deportistas talentosos, dándolo todo en la cancha, le regalen a su país y a sus fans en todo el mundo la alegría más grande y le devuelvan la esperanza.
El fútbol que libera
Aunque en el 78, el primer mundial que ganó Argentina, yo era poco más que un bebé, me parece recordar un festejo en caravanas largas de autos tocando bocina. Festejando al sol y con banderitas de plástico en las manos, gritando: “¡Argentina! ¡Argentina!” Era entonces una alegría catártica, un permiso de gritar, juntarse, sentir, estar orgullosos de algo grande. Una explosión de júbilo que contrarrestaba, aunque fuese solo un poquito, la represión asfixiante de la dictadura militar. Fue la posibilidad de sentirse libres y triunfantes, de pensar que sí se puede, que juntos se puede, que vale la pena soñar.
La mano de Dios
En el 86 estaba todavía en la escuela primaria, pero me acuerdo del alegrón inmenso. La final con Alemania que consagró a Argentina convenció al mundo de que hay jugadores de fútbol que también pueden hacer historia. Allí brilló un Maradona imparable que se metió en el corazón de todos y se convirtió en un mito.
Pero el partido que quedó grabado en el alma de todos los argentinos fue sin duda el de la victoria contra Inglaterra. El del gol de “la mano de Dios” y de aquel otro gol en que media docena de jugadores no fueron suficientes para detener a un Maradona que parecía intocable, más allá del alcance de los mortales.
Ese era el triunfo que el país necesitaba entonces. A pocos años de la guerra de Malvinas tenía las heridas todavía abiertas y el dolor a flor de piel.
Ese triunfo se sintió como si se hubiera hecho justicia, como si pudiera tener un efecto reparador. El héroe Maradona burló a los ingleses y por un instante nos hizo sentir que las Malvinas volvían a ser nuestras.
Héroe de capa y pelota
Ahora, después del zarpazo de la pandemia, de un debilitamiento de décadas de crisis y corrupción, coronada por años de polarización que tienen al país dividido y enemistado por una grieta que más parece una quebradura mortal. Ahora es cuando más falta hacía renovar la esperanza. Que el pueblo entero se uniera en un solo abrazo, en un grito al unísono para alentar al equipo glorioso.
Que se olvidaran las rencillas, las diferencias, para tirar todos hacia el mismo lado, poniendo el acento en ese sentimiento, fuerte, invencible, en ese orgullo compartido que nos hermana.
Y claro que el fútbol no es la panacea de nada. No va a volverse más rico el pobre, ni se resolverán los problemas del país ni del mundo, ni tampoco nos despertaremos más inteligentes ni más poderosos.
Pero sí sentiremos la felicidad de la victoria como algo propio. En alguna medida como un logro personal, aunque uno solo haya estado sentado tras la pantalla, sufriendo lo indecible durante tres horas. O realizando innumerables cábalas para sentirse un poquito más partícipe, más merecedor del triunfo.
Seguro que todo el ruido del mundial oculta muchísimas cosas serias que no deberían estar sucediendo en el mundo. Pero también nos acerca a otros pueblos que creemos tan distintos, como el de Bangladesh, que viste nuestros colores y alienta a nuestro equipo con la misma pasión que los nuestros. O la gente que desde todas partes del mundo apoyan la albiceleste, porque un argentino nace donde quiere.
La alegría
Es una oportunidad para hacer una pausa y disfrutar del regalo recibido. Esa maravilla que construye un grupo de gente sana, que se respeta, que aúna esfuerzos para lograr algo más grande que cada uno de ellos.
Hombres que se permiten llorar, padres que corren a abrazar a sus hijos y dedican a su familia los logros, líderes humildes a los que se puede admirar.
La alegría hace bien, la emoción compartida hace bien, expande el corazón y es real. ¡Gracias selección argentina por recordarnos que unos seres humanos, muy humanos, también pueden hacer magia!