El Kitsch es una palabra alemana de uso universal que se popularizó a finales de los años veinte para definir una estética vulgar y pretenciosa. Mucho se ha escrito sobre este concepto, pero lo cierto es que después de más de cien años de historia todavía seguimos ante un término difícil, por veces ambiguo, que desata polémica allí en donde se nombra. Son muchos sus detractores, pero también son muchos sus defensores.
La palabra Kitsch aparece por primera vez cargada de connotaciones negativas en la Baviera de Louis II. Son tres las hipótesis que nos explicarían el significado original de este término, y tres también en las que encontramos una idea peyorativa de este estilo visual tan variopinto.
Por un lado, los estudiosos lingüistas han determinado que la palabra kitsch viene del verbo alemán Kitschen que significa “recoger basura de la calle”. Por otro, que viene de la mala pronunciación de la palabra inglesa Sketch y finalmente que su origen podría estar en el verbo alemán Verkitschen que significa “vender” o “vender algo por debajo de su precio” siendo esta última una idea muy próxima, ya que, sin lugar a dudas, el concepto es inseparable de la industria de consumo.
Es también el siglo diecinueve y parte del siglo veinte, donde, por unanimidad, muchos eruditos y estudiosos convergen en la idea de encasillar esta nueva forma de hacer como un arte inferior, frente a obras ‘superiores’ con más alto valor ético y estético. Una verdadera campaña clasista y elitista. Todavía, y después de tanto tiempo, el diccionario de la Real Academia Española define al kitsch como una estética pasada de moda, pretenciosa y considerada de mal gusto, aunque no es precisamente Kitsch la palabra que usa este idioma para definir estas ideas.

Sea como fuere, lo cierto es que este concepto sobrevivió a la academia decimonónica y a la convulsa primera mitad del siglo veinte, dando paso a una nueva era de apertura y aceptación. Atrás quedaron, pues, filósofos como Marx, Broch, Bejamin o Adorno, quienes sostenían que el Kitsch era la verdadera antítesis del arte, un peligro para la cultura. Una bajeza más de la burguesía del Munich de 1860.
Para los más familiarizados con el término, el kitsch no sólo es una forma de hacer, también es una forma de entender la vida. Con el tiempo no solo se ha establecido artísticamente, sino que, además, se ha convertido en estética, extendiéndose a muchos sectores creativos como el cine, la fotografía, la música o el diseño. El Kitsch no sólo ha sido capaz de viajar en el espacio y el tiempo, también ha sido capaz de llegar a nuestros días revitalizado, distinto, lleno de nuevas ideas que lo sitúan justo en el extremo opuesto de sus inicios.
Y es que el postmodernismo de los años ochenta, con sus locuras y estridencias, fue capaces de impulsar su impacto visual, lanzándolo a la palestra internacional, consiguiendo así conquistar a todos aquellos creadores de mente abierta que empezaron a experimentar con nuevos materiales y procesos creativos, sin dejar atrás a los amantes de las bellas artes, que empezaron a entender que lo que estaba fuera de la academia también era digno de elogios.
El Kitsch es un estilo indescifrable, impredecible, anacrónico, ácrata, sin fronteras ni barreras. A veces colorido, a veces oscuro, donde a través de los excesos, los autores logran recrear escenarios sugerentes y distintos, lugares rebosantes de libertad con protagonistas originales, ilógicos, fuera de la norma, construidos gracias a fragmentos de aquí y de allá. Un universo sin reglas, donde el color y optimismo estalla en los talleres de los creadores y donde artistas como Mark Ryden, Jeff Koons, Marisa Olson, Thomas Kinkade, Hernan Bas, Pierre et Guilles o Vladimir Tretchikoff han sido los encargados de mostrarnos nuevas formas de amar y soñar.
Imagen destacada Collage Mix-Media (29,7 x 42 cm) “Memorias Suecas” Arianne Cristiel , 2021.