Los vaivenes de los índices de contagio no nos han permitido bajar la guardia y nos han sumido en una agotadora hipervigilancia que nos aleja de cualquier sensación de normalidad. Esta vez se trata del miedo a tener miedo nuevamente; a que se repita la sensación de indefensión, de incertidumbre, de imposibilidad de controlar nuestro destino. Pero, ¿hay algo que podamos hacer sobre esto?
Imagínate que estás de Safari fotográfico en medio de la sabana africana y se aparece de golpe, frente a ti, un león enorme. ¿Cuál crees que sería tu reacción? ¿Correr? Pero, ¿estás a suficiente distancia como para ganarle al león? ¿No provocarías que corriera tras de ti? ¿Tienes algo con qué defenderte y pelear si te ataca? O tal vez puedas quedarte inmóvil para pasar desapercibido, tal vez así pierda interés.
¿Qué es lo que siente tu cuerpo ante tal amenaza? Se dispara la alarma y tu organismo se prepara para enfrentar el peligro: el ritmo cardíaco se acelera, la sangre se oxigena y corre adrenalina, glucosa, cortisol y los músculos se tensan para la acción…
Pero, ¿Qué sucedería si el peligro no cesara y la alarma quedara permanentemente activada?
El surgimiento de la pandemia disparó la alerta global. Nos preparamos para la lucha, pero nadie podía imaginar que duraría tanto; quedamos enlistados frente a un peligro siempre presente. Tanto se prolongó el confinamiento y las medidas restrictivas que, cuando se volvió a poder salir y retomar las actividades sociales, no atinamos a hacerlo, solo vagamente. El sistema de alarma siguió estando encendido y sin darnos tregua.
De la misma manera ocurre en el trastorno de estrés postraumático; los mecanismos de defensa permanecen en ocasiones activados indefinidamente —aún cuando ya no son necesarios— y van desgastando la salud mental y física.
Los vaivenes de los índices de contagio no nos han permitido bajar la guardia y nos han sumido en una agotadora hipervigilancia que nos aleja de cualquier sensación de normalidad. Se han instaurado nuevos hábitos y rutinas en el marco del estado de emergencia global que conllevan frustración, ansiedad, tristeza, incertidumbre, temores, problemas del sueño, de adicciones y consumo, de socialización, falta de perspectiva y de motivación, entre otras cosas. Como el riesgo es siempre actual, permanecen suspendidas por tiempo indeterminado aquellas actividades, que si bien no eran vitales, implicaban nuestro “cable a tierra”; entretenimiento, disfrute, evasión sana, aquellos “pequeños lujos” que nos hacían sentir humanos, despreocupados y felices, y que en general cumplían la función de “equilibrio” y compensación de las dificultades cotidianas.
Esa falta de compensación indeterminada ha ocasionado que aumenten los trastornos de ansiedad, la depresión, los divorcios, los abusos intrafamiliares y la violencia de género. La ausencia del espejo social, es decir, la posibilidad de vernos reflejados en el otro, de captar la resonancia de nuestras acciones y decires, ha ocasionado que no podamos reconocernos con claridad sino solo a través de la visión fragmentada y sesgada de la realidad virtual. ¿Cómo podría caber nuestra complejidad humana en el cuadradito de una pantalla?
De entre los gualdos pastizales, apenas ondeantes por la brisa, se entrecorta a pocos metros de ti, la silueta de unas orejas triangulares, probablemente las de un felino en acecho… Se te para el corazón, un sudor frío te moja y te quedas mudo y petrificado…
La amenaza de un nuevo confinamiento se perfila como la repetición de una situación incómoda, agobiante, incluso traumática, y esta vez no se trata solo de volver a sentir el miedo al contagio, a la enfermedad, al aislamiento, a perder seres queridos. Esta vez se trata del miedo a tener miedo nuevamente; a que se repita la sensación de indefensión, de incertidumbre, de imposibilidad de controlar nuestro destino.
¿Qué podemos hacer para evitar una recaída? Ya que ante la alerta frente al peligro nuestro organismo nos prepara para la acción —la lucha o la huida—, pero lo que en realidad sucede es que nos quedamos atrapados en una situación más o menos estática; lo ideal sería ponernos en movimiento, mantenernos activos, para que esa energía extra que se libera, pueda canalizarse. Y que los momentos menos activos no los ocupemos con “rumiaciones” negativas o catastróficas, sino que se conviertan en la oportunidad de realizar aquello para lo que generalmente no tenemos tiempo: leer un libro, jugar juegos de mesa, hablar con viejos amigos, escuchar música, meditar, proyectar, dar rienda suelta a nuestros sueños.
Usemos la experiencia adquirida para planear mejor el tiempo y aprovechar mejor nuestras posibilidades. Ya que el distanciamiento social elimina el small talk de nuestra cotidianidad, tal vez podamos, en cambio, dedicarnos a aquellas conversaciones que realmente valen la pena. Quizá sea una oportunidad para conocernos mejor a nosotros mismos, para reencontrarnos con la esencia propia y desarrollar nuevos aspectos de nuestra personalidad y nuestra vida.