Cuando el amor duele
—Mejor no vayamos a lo de tus padres, Laura, tú sabes que no les caigo bien… y ellos no son amables conmigo… me siento incómodo allí —dice Matthias con aire de incomprendido.
—Bueno, está bien, lo dejamos… pero entonces, podríamos ir a tomar algo con mis amigos, abrió un bar nuevo y se juntan hoy allí… además, hace tiempo que no salimos…
—¡Uy, qué pereza! Siempre de bares… Además, sabes que ellos no son buena compañía para ti. Prefiero que estemos tú y yo solos. ¿Por qué siempre quieres estar con otras personas? ¿Es que yo no soy suficiente para ti?
—Claro, cariño. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa? Hacemos lo que tú quieras —dice Laura forzando la sonrisa y haciendo caso omiso a la desagradable sensación en la boca del estómago.
Es como una gota que va horadando la piedra… Parecen comentarios sin mucha importancia, detalles un tanto caprichosos, pero se van metiendo bajo la piel de la víctima debilitándola, condicionándola, aislándola. Así va tejiendo el maltratador su tela en torno a su presa; irá ajustando y tensando los hilos cada vez más hasta que llegue a asfixiarla.
La historia de Laura y Matthias había empezado, justamente, en un bar de su ciudad natal donde ella estaba con sus amigos. Él la vio y decidió que se había enamorado. Se acercó y le dijo que quería pasar el resto de su vida con ella. Eso le hizo gracia y decidió darle una chance. Laura no había vivido nunca un romance tan intenso y vertiginoso. Le extrañó que a la semana Matthias se mudara con ella, que le presentara a sus amigos y se tomara tan en serio la relación, aunque supuso que tal vez en Alemania eso sería habitual. El convencimiento de él y su insistencia la hicieron sentirse segura.
Matthias exaltaba sus bondades, incluso le adjudicaba cualidades que Laura creía no tener. Pero, ¿Quién podía resistirse a ser admirada e idolatrada? Se consideraba con suerte por poder vivir un amor tan grande. Y qué importa si somos solo nosotros dos. ¿Qué más necesitamos?
Muchas historias comienzan así, luego van aumentando las exigencias, las expectativas y las reglas se vuelven cada vez más complejas e inflexibles. Así la pareja queda atrapada en esa tela de araña simbiótica, ese cocoon ilusorio y perverso; donde el aire se va enrareciendo cada vez más hasta que la víctima duda de sí misma, de su propia capacidad de percibir la realidad y se queda con la imagen distorsionada que el espejo del agresor le refleja. Ese fenómeno se denomina Gaslighting, el nombre proviene del Film Gaslight de Patrick Hamilton en el que Charles Boyer alterando la iluminación, escondiendo objetos y mintiendo hace creer a Ingrid Bergmann que se ha vuelto loca; todo ello porque esta ha descubierto una carta que lo incrimina y él la convence de que no existe tal cosa y que todo es producto de su imaginación enferma.
Lejos de reflejar la realidad, el espejo del agresor refracta, en principio, lo que él desearía ver y luego su frustración; la desilusión de descubrir que todas las cualidades irreales que ha atribuido a su pareja; todos sus deseos y pretensiones descabelladas nunca se harán realidad. Entonces intenta primero controlar y manipular a la víctima de manera que quepa en su molde y que diga y haga lo que él desea. Cuando esto fracasa —y siempre sucede así porque el agresor es imposible de satisfacer— proyecta su furia sobre ella.
De esta forma se va cerrando el círculo y Laura se queda sola, aislada. Y ya no es más aquella chica elegante y sensual —porque él no quiere que se vista “como una cualquiera”—, ni divertida —porque la tacha de frívola— y mucho menos la muchacha cálida y sociable de siempre, porque, para no discutir, ha tenido que apartar de sí a la gente que él consideraba una amenaza, o que le provocaban celos. En realidad, ya no se reconoce a sí misma. No está segura de nada más, solo de que no quiere pelear más con él, ni oír sus críticas ni amenazas. Además, teme que él la deje porque la ha convencido de que no vale nada y nadie va a quererla “así como es”.
Pero lo que más teme Laura es perder a sus hijos. Con Matthias se han mudado a Alemania debido al trabajo de él. Ella ha tenido que renunciar a todo lo suyo: familia, amigos, carrera, su idioma, su seguridad. Lo ha hecho para darle un mejor futuro a sus hijos. Pero eso la ha puesto en una posición de dependencia porque desconoce el idioma y la forma en que funcionan las cosas en este país. Se siente cada vez más insegura y todo le cuesta demasiado. Le ha exigido mucho desde el principio y la tacha de incapaz de arreglárselas sola. Sin él estaría perdida, dice. Cuando Laura se queja de sus malos tratos la amenaza con quitarle los hijos y hacerla deportar. Y aunque no está segura de que él pudiera hacer algo así el solo pensarlo le produce terror. Los hilos de seda se han ido ajustando tanto que Laura queda paralizada; no tiene escapatoria y tampoco fuerzas para debatirse.
Lo que le sucede a Laura suele ilustrarse con la cruel metáfora de la “rana hervida”. Si pusiéramos una rana en una olla con agua y la calentáramos a fuego lento la rana no se percataría del peligro hasta que fuese demasiado tarde, ya que la temperatura creciente le habría quitado gradualmente las fuerzas para saltar y liberarse y entonces perecería. El maltrato psicológico “a fuego lento” no permite a la persona afectada reaccionar a tiempo.
De esta manera, la víctima cree que son su destino el maltrato y las humillaciones, e incluso llega a justificar los actos del agresor porque termina adoptando su lógica. Su mundo gira en torno a este: lo que él quiere, lo que no, cuidar que no se enfade, respetar sus prioridades, sus gustos, sus creencias, ceder a sus exigencias… Cualquier descuido del protocolo, cada vez más complejo y asfixiante, se castiga duramente: con críticas descarnadas, humillaciones y hasta con golpes. El agresor se justifica en la torpeza, inadecuación y desobediencia de la víctima. ¡Mira lo que me has hecho hacer! ¿Por qué no puedes hacerme caso?
Sin embargo, hay un momento en que la víctima reacciona (a veces a causa de los hijos) y logra pedir ayuda. En Alemania hay un estado presente para estos casos. Desde la Convención de Estambul —que declara que la violencia contra la mujer es una violación de los derechos humanos— hay un sistema que asiste y protege a la víctima de violencia de género. Mujeres como Laura (y sus hijos) pueden acceder a casas de acogida o exigir el alejamiento del agresor y además, reciben el apoyo necesario para recuperarse y volver a ser independientes. Ninguna mujer debería sufrir vejaciones y maltrato creyendo que no tiene escapatoria, porque eso no es más que una distorsión generada por el agresor. Hasta las montañas más altas han sido escaladas, no hay situación imposible, solo hace falta deseo, paciencia y determinación. El primer paso es buscar ayuda. (Por ejemplo, llamando al 08000116016).
Entonces la tela de araña cede, los hilos de seda se van soltando y Laura vuelve a respirar. Va recuperando el movimiento de sus extremidades, el sonido de su voz… y finalmente se libera.